jueves, 21 de septiembre de 2017

El hombre que salvó el mundo


A veces, temo que a los gatos no nos basten las siete vidas que la naturaleza nos ha otorgado por ser tan bellos. Porque este mundo dominado por humanos no se ha destruido hasta ahora por una cadena de milagros y buena suerte. Uno de los eslabones de esa cadena maravillosa es Stanislav Petrov, oficial del ejército rojo de la ex-Unión Soviética.

Me acabo de enterar que Petrov murió en mayo, en su domicilio a las afueras de Moscú, pero que no se ha sabido hasta ahora, cuando un cineasta alemán, que había hecho un documental sobre su vida, quiso felicitarlo por su cumpleaños y su hijo le comentó que había muerto. Un último ejemplo de su personalidad, alejada de cualquier foco y amante de la intimidad. 

 La Historia, esa vanidad tan humana de recordarse, nos dice que Petrov, en septiembre de 1983, tenía 44 años y era teniente coronel del ejército del Aire. Estaba destinado en el Centro de mando de Inteligencia, en Moscú, y ejercía de oficial de guardia en la sala de radares que escudriñaban todo el espacio aéreo en busca de amenazas. 

Ese día de septiembre, saltaron las alarmas. El radar anunció que los americanos habían lanzado un misil contra la Unión Soviética. Nada menos. En 20 minutos caería sobre ellos. Petrov debía de informar de inmediato al Kremlin y tal aviso, aparte de un ataque de nervios del politburó, hubiera podido provocar el lanzamiento de un contraataque 15 minutos después. El resultado sería la guerra total y un montón de champiñones nucleares brotando por el planeta.

Pero Petrov pensó que un solo misil debía ser un error. Los americanos no lanzarían solo uno; sabía que lo normal es que, si fuera un ataque de verdad, se lanzaran cientos de misiles. No se gana una guerra nuclear con un pepino solo (aunque hoy un gordito coreano lo sigue pensando).

Para aumentar los nervios en la sala, el radar anunció de repente que otros cuatro misiles habían sido lanzados contra la Unión Soviética. "Siguen siendo pocos", pensó Petrov, sin perder el aplomo. Debía ser un error del sistema. 

Eran tiempos convulsos. Reagan andaba llamando "imperio del mal" a la Unión Soviética, el líder del Kremlin, Andropov, pensaba que los vaqueros americanos querían guerra, y hacía poco un avión de pasajeros surcoreano había sido derribado por cazas soviéticos por equivocación, matando a casi 300 personas. Malos tiempos para el flower power. 

 No nos podemos imaginar la tensión en la sala de radares. Todos mirando a Petrov como si fuera el profeta del destino. Una llamada suya a los de arriba y se desataría un proceso que podría acabar con el mundo en un santiamén. Pero en fin, pensó Petrov, basta con esperar unos minutos. Si no se desintegra la sala de radares, seguramente es un error. 
 Y no se desintegró nada. "Eso fue un alivio", comentó Petrov, en su laconismo habitual.

La verdad es que los satélites soviéticos habían confundido los rayos de sol reflejados en las nubes con motores de misiles.  La humanidad pudo haberse matado por culpa de una miopía electrónica.

 El tranquilo y taciturno Petrov no recibió ningún reconocimiento. Al contrario, fue reprendido por no haber seguido el procedimiento. La vergüenza de los humanos con mando siempre necesita de un culpable.
Se retiro un año después. Vivió en un piso modesto de Moscú, a su aire, fumando pitillos y alejado del mundo, hasta su muerte esta primavera.

No se supo nada de su acción hasta que su superior lo publicó en sus memorias quince años más tarde, cuando ya eran otros tiempos. 

 Desde entonces, recibió varios premios y fue homenajeado por la ONU. Pero Petrov, fiel a su estilo, dijo que solo había sido "un episodio de mi trabajo. Fue difícil, pero reaccioné bien. Ya está."

Hay gente que se pasa la vida haciendo cosas para salvar el mundo. A Petrov le bastaron 15 minutos sin hacer nada. Cosas de los humanos.