lunes, 27 de abril de 2015

Flavio Josefo


  En estas fechas primaverales, donde el cuerpo me pide sol terracero y solo encuentro la lluvia habitual, aunque por lo menos mis bigotes ya no sienten frío, me puse a leer otro clásico de eso que los bípedos llaman "la Antigüedad" y que a mí me gustan tanto por la sinceridad de esta época a la hora de contar salvajadas.  
 En este caso, ni es un autor griego ni tampoco latino, lo que es todo un exotismo para esos tiempos.  Me refiero al judío Flavio Josefo y su "Guerra de los judíos contra los romanos".
 Bueno, aunque judío, por el nombre parece romano y la obra original está escrita en griego, pero es que Josefo fue un tipo peculiar que supo adaptarse al ambiente que lo rodeó como un camaleón a la hoja que pisa. 
 En esta obra, nos cuenta la revuelta judía  contra Roma del 66-70 d.C. que acabaría con la destrucción del templo de Jerusalén. Pero a mí me ha fascinado la peripecia vital del propio autor en esa guerra bastante cruel y genocida, que ocupa tanto de su obra como la guerra misma.
 Después de una larga pero amena introducción histórica, Josefo se nos presenta como un miembro destacado del sacerdocio judío de mediados del siglo I, de una familia farisea, y como fariseo ejemplar se comportará, pues empezará la guerra siendo un cabecilla rebelde para luego acabarla de protegido de los romanos. Pero vayamos por partes.

 Al principio, tras echar a los romanos de Jerusalén, los dirigentes rebeldes lo escogerán para dirigir las tropas de Galilea, donde tendrá más problemas con los paisanos (quemarán su casa y querrán lincharlo) que con los pérfidos romanos. No para de quejarse del caos revolucionario y que al final la revuelta cayó en manos de dirigentes "bandidos" y "tiranos" a los que culpa de todo... mientras exculpa a los romanos, honrados imperialistas que quieren lo mejor para los judíos de buena familia y por eso arrasan con todo lo que encuentran en Galilea. 
 Pronto se da cuenta que no tiene futuro enfrentarse a las legiones e intenta atrincherarse en una ciudad bien defendida, Jotapata. Pero los romanos la asedian como solo ellos sabían asediar ciudades y en pocos días entran en la ciudad. Josefo y el último grupo de defensores se esconden en un subterráneo, pero son descubiertos. Deciden todos suicidarse en grupo, menos Josefo, que intenta convencerlos con fina retórica de que los romanos quizá sean compasivos y los perdonen. Pero no cuela y casi se lo cargan allí mismo. A Josefo, por su posición, quizá le perdonasen la vida, pero el resto sabían que su fin sería servir de adorno a una cruz.
 Josefo sí logra convencerlos de que es mejor suicidarse mediante mano ajena que por la propia, que si no es pecado gordísimo para Yahvé , así que monta un sorteo, donde el que vaya saliendo debe matar a quien tiene al lado. El mecanismo del sorteo es tan maquiavélico que al final consigue que solo queden vivos él mismo y otro rebelde, mientras los demás se han matado entre sí. Aquí y aquí se describe con detalle el sorteo. 
 Entonces convence al asustado superviviente de que es mejor rendirse y se entregan a los romanos. 

 No acaba ahí la historia de las habilidades de Josefo. Pues presentado ante Vespasiano, que dirigía el asedio, se presenta como sabio y experto astrólogo y le predice que será emperador. A su hijo Tito, algo crédulo, que estaba presente, lo convence, así que por si acaso, Vespasiano lo mantiene en agradable custodia. Además, un tipo del rango de Josefo quizá fuese útil.
  Meses después, muere Nerón y el imperio cae en un vacío de poder en el cual Vespasiano es proclamado emperador, tal como había predicho Josefo. Sea pura chiripa o que el fariseo tenía poderes de cuarto milenio, lo cierto es que Josefo es liberado y tratado como un amigo de los romanos, en particular de Tito.
A él acompaña en el asedio final de Jerusalén, donde se convierte en la principal fuente directa para la posteridad de lo que allí ocurrió. 
 En un par de veces se acerca a las murallas para convencer a sus paisanos de que se rindan ante los compasivos romanos. La primera vez lo abuchean y tachan de traidor y la segunda le aciertan con una pedrada que casi lo deja en el sitio. Pero nunca se considera un traidor en su obra y se justifica siempre que puede: La rebelión no tiene sentido y el fin de ella solo puede ser la destrucción.
 Josefo, como hombre de su tiempo, es de una frialdad glaciar contando las crueldades del asedio, como cuando nos relata como los que escapaban de la ciudad eran abiertos de en canal por los auxiliares sirios para ver si se habían tragado joyas y "en una noche abrieron las entrañas a dos mil hombres".  
 Pero también tiene sus momentos para el humor, como cuando relata la llegada al campamento romano de un reyezuelo de origen macedonio con sus soldados de aspecto modélico y de lujosas armaduras, y su posterior derrota lastimosa en un sector de las murallas defendido por un puñado de judíos sucios, mal armados pero muy cabreados. 
 Anécdotas como esta abundan en su texto y lo dotan de un realismo que agrada al lector moderno. Josefo, pese a estar siempre disculpándose de su traición, es veraz en lo que cuenta y sabe adornarlo. 
Poco a poco, los romanos van tomando Jerusalén por partes, mientras Josefo se lamenta de la locura de los rebeldes ante lo inevitable. Cuando el templo arde en llamas y se derrumba, la ciudad cae en manos romanas.  

 Josefo nos cuenta como los compasivos romanos, tras la victoria, se divertían crucificando a los rebeldes que quedaron vivos en diferentes posturas en los restos de las murallas de la ciudad. Y así "ni su gran antigüedad, ni sus vastas riquezas, ni la fama de su nación sobre la tierra, ni la grandeza de la veneración prestada a su religión, fueron suficientes para preservar la ciudad de ser destruida."
 El sic transit gloria mundi versión judía.

 En fin, Josefo logró salvarse a él y su familia. Vivió muchos más años, convertido en un historiador de su pueblo, respetado por lo romanos y por la exigente posteridad, porque nombró a Jesús en una de sus obras. 
 Si no hay nada como ser un fariseo.