martes, 16 de octubre de 2012

Gato vs Gravedad 2





 Otra vez me he caído por la terraza. Es un hecho humillante para mi alma felina. Porque los gatos somos seres que jugamos con la fuerza de la gravedad y sus peligros: no tropezamos ni resbalamos, saltamos distancias inmensas y caemos siempre de pie, normalmente sobre la cabeza de alguien. En mi caso solo se ha cumplido lo de caer de pie.
La culpa es de mi amo y su mujer, que se han encaprichado con una de las palomas que visitan la terraza. Parecen jubilados en el parque, a la espera del tanatorio: venga miguitas para la bonita, pita, pita, pita... y el pajarraco a comer desbocado, que parece un zombi en ayunas, de aquí para allá por la terraza.
 A mí, se pueden imaginar, se me despierta el instinto cazador; evolucionado durante millones de años,  pierdo el sentido, no puedo hacer nada ante su llamada, con los ojos fijos como platos en el ave suculenta y tentadora, solo veo carne palpitante cubierta de plumas; emprendo el acecho con sigilo, me acerco cual pantera de la jungla, entre las piernas de la mujer de mi amo y la silla de playa que se oxida en la terraza, preparo mis músculos, afilo los colmillos con la lengua y ¡zasca! salto como un león sobre el objetivo. El maldito pájaro emprende el vuelo y yo le sigo impulsado por mis patas más allá de la barandilla, al vacío eterno, volare, volare... juguete de la ley gravitatoria durante dos pisos. Jodido Newton.
Acabé en la calle, con el cuerpo un poco mazado, porque caer de pie no impide que me aplaste contra las baldosas con un buen golpe en la mandíbula y el estómago. Encima, aparece de debajo de un coche el gato callejero que vive por los alrededores. Un gato gris Gestapo, un tigre con cara de matón psicópata. Para él debo ser una aparición caída del cielo, pero no parece que le haya despertado el instinto religioso, sino más bien una curiosidad maligna. Dioses de los gatos, socorredme.
 Me pego a la puerta del portal y maullo de desespero porque vengan a buscarme. El gato Gestapo se acerca lentamente, pero sin pausa, noto que disfruta con la posibilidad de ensañarse con un gato pijo de apartamento. Para colmo, en el cristal del portal veo reflejada la sombra de la paloma, sobre el techo de un coche cercano. Debe estar disfrutando, la muy zorra, como un romano en el Coliseo. La mandíbula me chirría de dolor, el estómago me da vueltas como una turbina, quiero despertar de esta pesadilla real...
De pronto, el portal se abre y la mujer de mi amo me recoge del suelo, para cabreo del gato gestapo y decepción de la paloma cruel, que emprende el vuelo en busca de otras víctimas.
 Nunca me he sentido tan feliz de estar en las manos de alguien, lo juro. Empiezo a creer en las apariciones de la Virgen.
¿Y qué hacía mi amo mientras mi valiosa vida peligraba? Seguía leyendo al vizconde de Chateaubriand en su sofá y postando chorradas en ese blog de historia donde suelta cosas de vez en cuando.
Luego no entendió el motivo de que le arañase el brazo cuando quiso darme una caricia... ¡en la mandíbula!