miércoles, 27 de junio de 2012

Calorcillo terracero





Llega el verano, momento que disfruto de largas siestas en la terraza de la cocina, sin la necesidad de arrimarme a mí amo para conseguir calor. Bueno, él piensa que lo hago por mimo. No lo desengañemos.
  Hay que aprovechar el calorcete diurno, porque no dura mucho por donde vivo. Así que me estiro, bostezo mostrando mis colmillos y alargo mis patas como zancos ganchudos, mientras encojo mis dedos de satisfacción por los rayos de sol que bañan mi cuidado pelaje. En ese momento, soy el señor de la selva, el rey de los gatos, el emperador de los felinos... hasta que me devuelven a la realidad los gemidos de mi amo, el pobre, que tiene una muela del juicio dando un paseo por el interior de su maxilar superior y por ahora no tiene ganas de asomar la cabeza. Es otra cosa mala de los humanos: no están acabados del todo. Su proceso evolutivo tiene fallos de diseño, con dientes que les asoman a lo bestia en plena madurez, como si fueran tiburones.
Una chapuza de la naturaleza, que no es una maestra aplicada como algunos piensan, sino más bien una caprichosa que no acaba de decidirse con cada cosa que hace y las va cambiando al tun tun, como quien baraja cartas mientras mira el telediario. Excepto los felinos. Con ellos se ha esmerado, alcanzando la perfección genética con los gatos. Especialmente conmigo.
Con semejante dolor intracraneal, como dice el muy exagerado de mi amo, no avanza mucho en su novela. Se atasca, divaga sobre los personajes, se queja como un cachorro y se distrae leyendo cualquier cosa que alivie su hipocondria. En su caso, eso no significa las obras de los clásicos, sino fricadas como esta: un tipo se construye un búnker antizombis. Pedazo de intelectual que es mi amo.
En fin, que prefiero el calorcillo del sol mientras dormito en la terraza y miro, de forma indiferente, el vuelo de suculentas pero lejanas palomas.

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